sábado, 11 de agosto de 2007

"Al final de una de sus crónicas del Festival de Venecia para el periódico El País, Enric González colocaba a Sang sattawat de Apichatpong Weerasethakul como la virtual ganadora de un hipotético “León Catatónico” de la Mostra. La humorada tendría su gracia si no fuera más que eso, pero un poco antes habíamos podido leer: “Resulta imposible hacer algún comentario sobre el pulso cinematográfico de Weerasethakul: la cuestión queda pendiente hasta el día en que decida mover la cámara” y nos enteramos entonces de que para tener “pulso cinematográfico” es condición inexcusable “mover la cámara”, aunque no nos aclare si es imprescindible hacerlo en vertical u horizontal, en movimientos rotatorios o a una determinada velocidad en metros/seg. Resulta extraño que nos birle esos datos fundamentales cuando sí que ha sentido la necesidad de cronometrar la secuencia inicial y considera destacable que sean “cuatro minutos de mirada estática sobre un campo”. Vaya. Si durante esos cuatro minutos hubiera movido la cámara, pongamos que en un portentoso travelling lateral, ¿podría otorgársele ya a Apichatpong un certificado de “pulso cinematográfico”? ¿Seguiría González considerando esa secuencia digna de mención?
Durante la última edición de la Mostra de Venecia hemos visto cómo se vapuleaba a las mismas películas y con los mismos “argumentos” en varios de nuestros medios de comunicación ¡Qué encomiable unanimidad! Y precisamente en una edición histórica que brillaba a priori por los grandes nombres que Marco Müller y su equipo habían logrado reunir. Los ejemplos fueron muchos y variados pero para este tablón hemos decidido seleccionar extractos exclusivamente de los tres periódicos españoles más importantes: El País, El Mundo y ABC. Según la última oleada del EGM (Estudio General de Medios), entre los tres suman 4.231.000 lectores/día, lo que nos da una idea estadística de la repercusión que alcanza lo que en ellos se publica. Evidentemente, su repercusión real va más allá de esos números, confluyendo en un estado de opinión falsamente dominante y unánime.
No es nada nuevo descubrir actitudes y aseveraciones semejantes en los medios de comunicación españoles. Estamos acostumbrados a callar —que no otorgar— porque, como dice un amigo, es muy fácil —a la par que cansino— desmontar a según que cronista/periodista/corresponsal. Podemos seguir mirando a otro lado o limitarnos a comentarlo en privado, no sin resignación, pero visto el grado de ensañamiento que la ortodoxia cinéfila ha desplegado en esta ocasión, cayendo incluso en la descalificación personal y en el desprecio nada disimulado, creo necesario levantar las manos y apoyarlas en el teclado. Son muchos años leyendo el desconcierto y el desagrado de unos cronistas quejosos que uno se imagina recorriendo los pasillos festivaleros con sus honorables manuales de cine al hombro, bramando su descontento a quien quiera oírles (con mucha probabilidad, también españoles pues es conocido el endogámico aislamiento que practican)."


José María López Fernández “La Catatonia Nacional” en Trendesombras nº6

¿Se imaginan la posibilidad de hacer una crítica de este tipo dentro de la prensa musical rock? El mero hecho de poder disentir sin que le nombren a uno la madre, lo tilden de fascista, lo psicoanalicen buscando defectos mentales y carencias afectivas, el ser tomado como un absoluto imbécil, ser ametrallado por las pobres víctimas de las palabras de uno, dudar de la vida o de la orientación sexual que se tenga, etc.

“Criticism, in short, and aesthetics generally, must learn to do what ethics has already done. There was a time when ethics could take the simple form of comparing what man does with what he ought to do, known as the good. The "good" invariably turned out to be whatever the author of the book was accustomed to and found sanctioned by his community. Ethical writers now, though they still have values, tend to look at their problems rather dif ferently. But a procedure which is hopelessly outmoded in ethics is still in vogue among writers on aesthetic problems. It is still possible for a critic to define as authentic art whatever he happens to like, and to go on to assert that what he happens not to like is, in terms of that definition, not authentic art. The argument has the great advantage of being irrefutable, as all circular arguments are, but it is shadow and not substance.

The odious comparisons of greatness, the may be left to take care of themselves, for even when we feel obliged to assent to them they are still only unproductive platitudes. The real concern of the evaluating critic is with positive value, with the goodness, or perhaps the genuineness, of the poem rather than the greatness of its author. Such criticism produces the direct value-judgement of informed good taste, the proving of art on the pulses, the disciplined response of a highly organized nervous system to the impact of poetry. No critic in his senses would try to belittle the importance of this; nevertheless there are some caveats even here. In the first place, it is superstition to believe that the swift intuitive certainty of good taste is infallible. Good taste follows and is developed by the study of literature; its precision results from knowledge, but does not produce knowledge. Hence the accuracy of any critic's good taste is no guarantee that its inductive basis in literary experience is adequate. This may still be true even after the critic has learned to base his judgements on his experience of literature and not on his social, moral, religious, or personal anxieties. Honest critics are continually finding blind spots in their taste: they discover the possibility of recognizing a valid form of poetic experience without being able to realize it for themselves.”


Northorp Frye “Anatomy of Criticism”

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